Hace falta una nueva clase empresaria que tome riesgos, por Gerardo della Paolera
Razones por las que se consolidó una burguesía corporativista, qué consecuencias le trajo al país y cómo superar este escollo al desarrollo.
PUNTO BIZ, Año 16/No. 453, mayo de 2019 - Suele reivindicarse que Argentina es un país que tiene grandes oportunidades para convertirse en una nación líder, sin embargo, más allá de sus recursos naturales, no se trata de condiciones suficientes por sí mismas para levantar el estándar de vida de los argentinos. Se necesita también de una clase empresarial que tome riesgo, salga adelante y genere divisas. Hasta el momento, y salvo contadas excepciones, el establishment argentino no ha sido capaz de establecer una acción colectiva para generar reglas de juego institucionales y económicas claras.
Pero si bien el establishment es también parte del problema, ello no quita que el empresariado argentino actúe desde una situación de racionalidad: esto es, de no perder posiciones relativas ante los cambios en la coyuntura. Para entender esta situación es menester hacer un poco de historia.
Entre 1880 y 1930 Argentina tiene esa famosa estabilidad de precios y macroeconómica, sumada a la sanción de leyes importantes como la Sáenz Peña, que hacen pensar que se va a convertir en un país desarrollado, resultado de una clase dirigencial que se desarrolló en la generación del ’80 con una mentalidad muy moderna sobre el desarrollo para su tiempo. El país se consolida bajo una economía estrictamente agroexportadora, se empieza a desarrollar una industria nacional con maquinarias y la moneda argentina es una de las más fuertes del mundo. Pero la Primera Guerra Mundial hace desmoronar a los socios comerciales europeos y para entonces Estados Unidos aún no llega a ocupar un lugar predominante en el comercio internacional; eso, sumado a que la inmigración disminuye y la economía de frontera queda atrás, convierten en imperiosa la necesidad de superar el
modelo de crecimiento extensivo vigente para sostener el crecimiento. La solución tiene que venir por la mejora de la productividad, y ahí es donde la Argentina fracasa.
Al no tener un mercado de capitales interno, un sistema bancario que entregara créditos a largo plazo y con muchos problemas para incorporar tecnologías innovadoras, haciendo aguantar un sistema productivo que se volvía obsoleto, el modelo de producción empieza a flaquear. Como respuesta, el empresario argentino antes que orientarse hacia un perfil de empresario shumpeteriano que busca innovar constantemente, empezó a plantearse políticas más bien defensivas. (El único que vio este problema en la década del ’40 es Federico Pinedo, abuelo del actual presidente provisional del Senado y por entonces ministro de Hacienda, quien decía que la industria debía ser orientada hacia el exterior).
Luego viene la parte multifactorial. Se desata la Segunda Guerra Mundial, empieza a haber una explosión de la economía urbana y el agro no puede absorber todo. Se da una disputa al interior de la cúpula militar sobre qué camino encarar, aparece el peronismo y termina ganando la tesitura del proteccionismo, de un desarrollo mirando hacia adentro. En ese momento empieza lo que se podría llamar la “Argentina corporativista”, de disputas entre los sindicatos, la Sociedad Rural, la Iglesia Católica y otros actores del escenario político, que termina por generar una gran inestabilidad, combinada con inflación muy elevada y precios relativos erráticos: nada peor para que un país no entre en la decadencia. Se intentan varios modelos (peronismo, desarrollismo, corriente ligada a la Cepal, etc), pero sin seguir una dirección común, lo que permite explicar la historia Argentina más bien como una serie de espasmos antes que por una guía de políticas públicas.
El más importante de esos espasmos, porque planteaba un proyecto de modernización a largo plazo, fue la convertibilidad: el primer intento de salir de una economía rentística a una economía de producción y los únicos años en que la productividad argentina creció de manera fenomenal, sin inflación y con mejoras significativas en el sistema financiero, pero que terminó muy mal en el 2001. Sin embargo, quienes vinieron después pudieron aprovecharse de esa herencia de 10 años de estabilidad.
Ahora bien, con la globalización el concepto de burguesía nacional se torna más complejo: lo que originalmente se desarrolló, no sólo en Argentina sino también en el resto del mundo, como un capitalismo familiar, donde se crecía a partir de reinvertir utilidades, tuvo mucho éxito en un inicio pero empezó a desaparecer a medida que se expandía la globalización financiera. Desde entonces, a medida que la globalización avanzaba, empezaron a haber más cambios de manos y las empresas se fueron transnacionalizando. El mejor ejemplo hoy en día lo presentan los famosos unicornios, que son empresas con
una gran cantidad de inversores atomistas.
Dentro de este recorrido histórico de idas, venidas y volantazos de la clase política, es a partir de la década del ’70 cuando comienza a aparecer una especie de empresario prebendario, cuyo mejor socio pasa a ser el Estado. El empresario que tiene acceso al Estado y a los contratos puede crecer y además “asegura” su supervivencia porque el mercado privado es muy volátil. Empieza a haber toda una mentalidad de empresariado rentístico, al que le interesa más el lobby que la innovación, pero que aun así sigue actuando de manera racional. En un país que cambia las reglas del juego rápidamente, el empresario debe adaptarse a eso. Hay toda una actitud de explotar estas rentas que lleva hacia un establishment que mira muy hacia dentro, a un empresario cortesano del poder pero que aun así está actuando de una manera racional en el marco de una economía constipada y muy poco flexible, donde el capital doméstico no es suficiente para competir.
El problema es que, al hacer todos lo mismo, la “torta” se va achicando, siguen los volantazos de la clase política, y el resultado no es otro que la decadencia argentina. Por eso, el país necesita un consenso serio sobre políticas públicas a largo plazo.
Un consenso que, si bien es necesario, es también una muestra de que todavía nos encontramos en un país de corte “corporativista”. La idea de un gran acuerdo nacional está circulando y, llegado el caso, el grupo empresarial será lógicamente parte del mismo. Se trata de un movimiento hábil que puede ayudar a mantener la calma, pero lo importante es saber si ese acuerdo tendrá efectos a largo plazo.
- Por Gerardo della Paolera, Director Ejecutivo de la Fundación Bunge y Born.
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